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sábado, 28 de abril de 2012

De las ciudades invisibles



Las ciudades y los intercambios.

Eufemia


A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con muselinas doradas. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice –como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna”, “amantes”- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.




De las ciudades y la memoria.

Diomira


Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, siente envidia de los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.

Italo Calvino en “Las ciudades invisibles”


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