Las ciudades
y los intercambios.
Eufemia
A
ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de
Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y
en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en
rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y
la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva
ya lía sus enjalmas para la vuelta con muselinas doradas. Pero lo que impulsa a
remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque
de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y
fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas
a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos
espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender
y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las
hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en
montones de alfombras, a cada palabra que uno dice –como “lobo”, “hermana”, “tesoro
escondido”, “batalla”, “sarna”, “amantes”- los otros cuentan cada uno su
historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas.
Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer
despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los
recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu
hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de
Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
De las ciudades
y la memoria.
Diomira
Partiendo
de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en
Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los
dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro
que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el
viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es
propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se
acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las
puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!,
siente envidia de los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y
haber sido aquella vez felices.
Italo
Calvino en “Las ciudades invisibles”
Qué delicia de texto. Gracias!
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