Cada uno de
nosotros intenta a su manera curarse del sentimiento de culpa, de la sensación
de pánico, del silencio. (…) Y después están todas las cosas que se hacen para
no tener que hablar: unos pasan las veladas dormidos en salas de proyección,
con una mujer al lado a la que, de este modo, no se sienten obligados a hablar;
otros aprenden a jugar a bridge; otros hacen el amor, que se puede hacer
también sin palabras. Se suele decir que estas cosas se hacen para engañar el tiempo: en realidad se hacen
para engañar el silencio.
(…) El
silencio debe ser contemplado y juzgado desde el punto de vista moral. No nos
es dado elegir si ser felices o infelices. Pero es preciso elegir no ser diabólicamente
infelices. El silencio puede alcanzar una forma de infelicidad cerrada, monstruosa,
diabólica: puede ajar los días de la
juventud, hacer amargo el pan. Puede llevar, como se ha dicho, a la muerte.
El silencio
debe ser contemplado y juzgado desde el punto de vista moral. Porque el
silencio, como la apatía y la lujuria, es un pecado. El hecho de que en nuestra
época sea un pecado común a todos nuestros semejantes, que sea el fruto amargo
de nuestra época malsana, no nos exime del deber de reconocer su naturaleza, de
llamarlo por su verdadero nombre.
Natalia Ginzburg en el relato Silencio. Del libro "Las pequeñas virtudes"
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