"Sísifo" de Tiziano Vecellio
Madrid, julio 1976
Doina:
acabo de recibir una carta de Horacio Martín. Me apresuro a escribirte para
comunicarte, pues, que Horacio sigue deambulando (su carta me llega desde un
país americano, pero en ella me informa de que se dispone a partir hacia
cualquier otro lugar que incluso él desconoce). Te escribo también para
contarte que Martín no sólo sigue vivo, sino que no se ha vuelto loco -supuesto que el pensar no sea una forma
clandestina de demencia, y yo pienso que no lo es, o en todo caso que esa
demencia es pavorosamente necesaria a los solitarios, a los autoexiliados, a
los insomnes, a las víctimas de esa rara ética que soportan los forajidos que
no tienen perseguidor. Quiero ahora transmitirte, Doina, el contenido de esta
carta.
En
ella Martín me confía que lleva varios días -tú y yo debemos entender varias
noches- reflexionando sobre aquel desdichado
al que Homero llamaba Sísifo y a quien Albert Camus, con misericordiosa
ligereza, consideró dichoso. Horacio, citando a Camus, me recuerda que el
desprecio de Sísifo por los dioses, “su odio a la muerte y su apasionamiento
por la vida le valieron ese suplicio increíble en el que todo ser se dedica a
no acabar nada”. Me indica Horacio que siente un gran desprecio por esa frase -así como por tantas otras de aquel
civil y enérgico dubitativo-,
pero que no puede entender ese supuesto desprecio por los dioses. Martín
sostiene que el desprecio hacia cualquier forma de la divinidad, en cualquier
religión y en cualquier tiempo, no pasa de ser una manera de pavor encubierto,
o una retórica aberración de la inteligencia, o un lamento agresivo por el
descubrimiento de la inexistencia de un dios.
La soledad -dice
Martín- es
mucho más intolerable de lo que puede resistir la fortaleza de los solitarios,
amontonan hipótesis, teorías o simplemente aterrados deseos, para vivir la
soledad con trajes que, sin embargo, nunca encubren su incalculable desnudez.
Para
Martín, el momento en que Albert Camus sorprende y analiza a Sísifo es de algún
modo una patética mentira. Es cierto que, según dicen esas leyendas a que el
enojo de los siglos no ha querido consentir la liberación del olvido, Sísifo
fue condenado por los dioses a repetir eternamente un esfuerzo baldío. Esas
leyendas, sobrevenidas desde el rencor y la miseria de los mortales, informan
de que Sísifo había de transportar una pesada piedra desde la profunda caverna
de los dioses hasta la cima de una montaña, una y otra vez, sin descanso, sin
fin. Llegado Sísifo con su carga a la cúspide, la piedra cada vez rodaba de
nuevo hasta el fondo. Sísifo descendía, volvía a cargar la piedra, volvía a
trepar hacia la cima. En el museo del Prado, una pintura del Tiziano muestra la
musculosa contextura de Sísifo, la enorme piedra sobre sus espaldas, el
roquedal en cuesta por el que trepa el castigado, y una especie de niebla u
oscuridad o maldición que acompaña y enmarca a ese híbrido escandaloso, mitas
ser, mitad piedra. El Tiziano, más lúcido que Albert Camus, más justo y
compasivo, no ha querido mostrarnos a Sísifo en la cumbre y en ese instante en
que la piedra rueda de nuevo al fondo, en ese momento perplejo y verdaderamente
absurdo -y
no quiso tampoco representar a Sísifo en el lento descenso, amainado por una
excesiva humildad, en busca de la piedra infamante, burlona, criminal.
Camus,
en cambio, escribe con soberbia más o menos conmovedora; “Sísifo me interesa
durante ese regreso, esa pausa… Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento
pero tenaz hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una
respiración y que vuelve tan fatalmente como su desdicha, es la hora de la
conciencia… Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene
conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le
sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja
durante todos los días de su vida en las mismas tareas, y ese destino no es
menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace
consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda
la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La
clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su
victoria”. Camus, comenta Horacio, se enreda luego0 en una rápida teoría,
brillante, inconvincente, sobre la desobediencia del mortal con respecto a los
dioses: la integración del castigado a la piedra que lo atormenta conlleva la
negación del dios y convierte a la vida resueltamente en un asunto de mortales.
“Toda la alegría silenciosa de Sísifo se convierte en eso -concluye Camus-. Su destino le pertenece. Su roca es
su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace
callar a todos los ídolos… Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.”
No -me dice Martín en su carta-. El Hombre no se libera de la estúpida
cólera de los dioses si no consigue liberarse del castigo que aquéllos le
impusieron. Aceptar un tormento no es apropiarse de un destino. La roca que lo
humilla sin fin, que lo convierte en esforzado interminable, no puede ser su
libertad. El instante es que Sísifo desciende en busca de una piedra que habrá
de emborronar el destino de su energía no es el instante de la conciencia, sino
el de la obediencia. Asumir un esfuerzo
inútil no significa vencer ni borrar a los dioses, sino glorificarlos -o inventarlos-. Hacerse abrazo con la piedra -con el castigo- no es el esfuerzo del rebelde, sino el
del resignado. La clarividencia con que, según Camus, ese tormento se convierte
en victoria no es ni clarividencia ni victoria: es el jadeo de un pensar
esclavo. Contemplar el propio tormento y estar resuelto a convalidarlo hasta el
fin no es hacer callar a los ídolos, sino conferirles una dignidad que su
crueldad y su indiferencia no merecen. Sísifo “Proletario de los dioses”, o
cualquier proletario al servicio de poderosos -dice Martín, y yo comparto, Doina-, con su tormento no encuentran ni el
destino ni la dicha, sino la humillación y el sentido. Las leyendas hablan de
un Sísifo atormentado y solitario, Y Camus nos presenta un Sísifo solitario y
que convierte su tormento en su orgullo. El Camus que interpreta esas leyendas
eligió no condescender a pensar dos hipótesis más humanas. Con la anotación de
esas dos hipótesis, Doina, concluye Horacio Martín esa carta que en cierto modo
me ha aliviado y que me he apresurado a confiarte.
La
primera hipótesis propone que los Sísifo eran legión, que un día acordaron
descargarse de su tormento que dejaron rodar a sus cargas malvadas, que
ascendieron unidos a la cima cantando, que usaron su musculatura en la
construcción de una ciudad sin dioses vengativos y hecha con piedras que jamás
rodasen en dirección contraria a sus calles humanas, que construyeron con su
fraternidad y su rebelión un destino sin culpa ni obediencia, un destino cuya
verja es la muerte, pero cuyo jardín sería siempre la vida; que olvidaron los
barrancos , la inútil ascensión, el peso baldío, y celebraron ritualmente ese
olvido -para
no olvidarlo jamás-:
que se volvieron, de verdad, humildes y rebeldes; es decir, combatieron a la
resignación y a la desdicha, y a la vez al delirio de parecerse a dioses mediante
la sumisión eterna a unos castigos que ya no toleraban. Esta hipótesis -concluye Horacio- no es más ilusoria que la de un Sísifo
solitario, castigado y dichoso, y es, desde luego, menos inhumana.
La
segunda hipótesis prescinde de los cantos, la construcción de una ciudad, el
combate, la dicha. Consiste en una imagen menos estética y menos
multitudinaria, y contempla a Sísifo subiendo con la piedra infame; pero en uno
de esos implacables viajes cuyo sudor los dioses observan con desprecio, Sísifo,
fatigado y dispuesto de pronto a convertir en destino a su fatiga, suelta la
piedra minuciosamente, la ve rodar a los barrancos, mira a la cima con una
sonrisa parecida al desdén, se sienta a mitad de camino entre la cima y el
barranco, le da un beso a su soledad y se dispone a esperar el trabajo de la
vejez y de la muerte: es decir, se recuesta confiado en lo único que no
castiga, ni engaña ni traiciona: el olvido.
Hasta
aquí, Doina, el comentario de Martín a aquella tan brillante y libresca
especulación de Camus. Comentario que me parece, aparte de un adulto homenaje,
un pretexto mediante el que Martín parece confiarnos por lo menos el balbuceo
de una nueva etapa en su proceso intelectual. Ignoro si, en mayor medida que la
lucidez, son la necesidad, el miedo o el cariño quienes me aconsejan
interpretar esas reflexiones de Horacio como una prueba de que en nuestro
querido forajido se ha iniciado el cansancio. Creo ver, también, que ese
cansancio no carece de la clarividencia del coraje. Si esta hipótesis mía no
está refutada por la risa brutal del desacierto o el exceso de la esperanza,
hay que confiaren que algo tal vez ha comenzado. Desde que Horacio se entregó a
la busca (¿pero de qué?) en la huida, en esta carta suya que hoy recibo veo por
primera vez una atenta mirada clavada en la palabra ¡Basta! Y por primera vez
en sus oscuros años de expatriación y soledad, esa palabra aparece asociada a
un soñado clamor de todos los que sufren el destino miserable de Sísifo -los sísifos plurales que, lejos de
suponer su identidad vinculada a una orgullosa aceptación de los castigos de los dioses, cifran su orgullo en encontrar
rostros terrenos a esos dioses (¿quién podría asegurar que no fueron inventados
por terror?) y golpear esos rostros con todo el odio que de ellos recibieron.
Conjeturo que las bestiales formas que el poder adopta actualmente en los
pueblos americanos, y el indecible número de sísifos que se extenúan en el
chapoteante caldo de esa bestialidad, son hechos que ayudan a Martín a
cuestionar no únicamente las páginas de un libro que hablan de aquel mito
horrendo con cierta ligereza, sino también algunas zonas demasiado obstinadas
de su propio dolor y de su propio desconcierto; quizá, incluso, cuestionan su
desmedido respeto por la calamidad.
Pero
no quiero, Doina, ocultarte que aborrezco la obscenidad de la ilusión:
“confiado en lo único que no castiga, ni engaña, ni traiciona: el olvido”, es
frase literal que tomo de la carta de Horacio. Y en tal presunta decisión de
Sísifo, que es una de las alternativas que Martín propone como honorable
dialéctica del mito, no hay ni el sosiego de la multitud ni la multitud del
sosiego. Qué está ocurriendo en la cabeza de Martín en este momento y en estas
infamadas tierras (si es que no se ha alejado ya de ellas) es cosa que yo
ignoro, que posiblemente también ignora Horacio, y que tú tendrás que ignorar.
¿Pero qué podrá estar sucediendo, e inclusive naciendo, en el fondo de esa
ignorancia? Mi sinceridad o tal vez mi cautela no me consiente enviarte un
alivio mayor que el que tú puedas arrancar de los pliegues de esa pregunta. En
todo caso, Doina, mientras podamos preguntar apasionadamente (es decir,
mientras quede en nosotros una dosis apasionada de decencia intelectual), el
universo puede tener oculto algún hilillo de sentido enigmático, la huida de
Horacio pudiera estar inmersa en alguna misteriosa armonía, y Horacio mismo
seguirá siendo digno de todo nuestro sobresaltado amor. Uno mi ignorancia a la
tuya para seguir leyendo el raro libro que la ignorancia de Martín escribe.
Finalmente,
quiero resumir para ti lo que he creído leer en la carta de Horacio: hasta hoy,
pareciera que a Martín sólo le estaba destinado el horizonte de los
desesperados; hoy, deduzco que su horizonte se desplaza y que nuestro querido
Horacio puede aspirar a ser o solidario o solitario. Quizá jamás pueda elegir y
es muy posible que consuma el resto de su vida vitalizado y devorado por la
contienda que en su corazón pueden librar la solidaridad, la soledad, la
cólera, el temor, la incertidumbre. No es un destino sosegado. Tampoco
desdeñable. Por lo menos, mientras el lenguaje le acaricie la cara con su mano
maravillosa.
Te
quiere
Félix
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