La conocí como una
mujer pequeña porque estaba perdida.
Perdida en el inmenso
espacio abierto y oscuro que es el miedo.
Encogida como un
gorrión asustado.
¿Qué habrá ahora?
¿Cómo será vivir
ahora?
¿Cómo moverse en medio
del vacío negro?
Su rostro, más que
dolor, reflejaba el miedo a ese espacio nuevo, frío y desconocido que se abría
ahora. Incertidumbre y miedo, mucho miedo. Eso es lo que volaba por encima del dolor inmenso.
Su mirada lo decía
todo:
Tengo miedo.
No sé hacia dónde ir.
No sé cómo ir.
No sé caminar así.
No sé.
No sé.
¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuánto?
Miedo al saber que el
universo es aún más infinito
y que el vacío está
arriba.
Y el miedo, ese miedo
inmenso inabarcable
llegando a los
límites, tan próximos,
del “no puedo más y aquí me quedo”
Y franqueaba las
sonrisas,
los abrazos, los besos,
las caricias…
Lo franqueaba todo,
pero el miedo no.
Y dibujaba flores con
la sonrisa
que deshojaba con la
mirada.
Cuando volví a verla
descubrí a la mujer grande,
generosa y amable.
Y ahora sí, el dolor.
El dolor de todo lo
perdido:
los deseos, las
esperanzas,
los sueños, las ganas,
el tiempo y
una parte importante del amor.
Sin embargo, cuando se
giró, en un momento como un relámpago,
vi un vacío enorme a
su espalda.
Seguía ahí el miedo
grande como una nube negra,
el vacío que lo ocupa
todo,
la incertidumbre de lo
que ya no es,
el silencio de millas
de años,
el clavo ardiendo en
la llaga,
el rayo que no cesa,
la ausencia como un
planeta,
el rojo sable que
hurga en lo más hondo
…
Se giró de nuevo y
sonrió
Y era el miedo
Y el dolor
El grito ahogado.
Perennes
Infranqueables
Las palabras de sus
ojos.
Extraordinaria mujer
amiga
Monalisa
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